Extrañas medias, vacías de vida, quedaron bajo la cama por la fugaz partida.
Sólo el polvo de los meses y la vista que se hace gorda las acompañan.


El hombre, todo él es un desierto, polvo asfáltico expandido, imposibilitado de nutrirse del monzón, hecho de sangre y lodo endurecido, reseco y espolvoreado sobre la faz de la tierra.  
En el sexto día Dios hacía al hombre, sopló en él aliento de vida, previsiblemente su carne se cuajó, pero el proceso de solidificación no se detuvo ahí, seguía endureciéndose, lo convertía en roca.

Ante esta tragedia Dios huyó a otros mundos espantado por el fallido experimento.

Y así quedó el hombre, solo y abandonado de su creador, odiándole y haciéndose cada vez más duro.

Lo siguiente, todo sucedió en el mismo instante: Adán profirió la primera maldición contra el cielo, por lo tanto, la primera palabra, y el estallido de su voz le quebró en miles de pequeñas partículas que se esparcieron en todo el orbe. Así nació el desierto, del polvo del hombre y de esa palabra injuriosa arrojada al cielo.

Con las primeras lluvias que cayeron algunas de esas partículas germinaron y se transformaron en la humanidad.

Por eso nos convertimos en polvo cuando morimos, hacemos ciudades de cemento y construimos naves que viajan a otros planetas en busca de Dios, para vengarnos de su abandono.
A lo mejor fue por tu vestido rojo o tu figura curvilínea que parecía peligrosa. En la alborada apareciste en el último estertor de la noche, huías o llegabas tarde. Pero tu precipitación no era errabunda sino elegante, era precisa, como un paseo en domingo en la Alameda que sabes que acabaría en foto. ¡Oh, cómo me hubiera gustado que este pasaje acabara como la historia del taxi de Arjona en un costoso departamento, y no aquí tirado, todo ensangrentado!

Soy el cambio y la transformación, proclama el loco. Mientras copula con bellas que desde un avión arrojan a sus pequeños con alas.—Hablar de Dios es hablar de uno mismo, pero más endemoniadamente —,

prorrumpe un pequeñín de nombre Lucy antes de estrellarse en el piso de la Avenida Reforma.

Hay gente por ahí creyendo que puede conjurar los sueños.
Imprimirlos sobre el papel y su asesina tinta,
regresar hipnóticamente a su lectura como a la tumba de nuestros difuntos,
a hincar la rodilla.
Despegar en un impulso, volar cual Superman.
Escapar del laberinto
aunque sea por un momento.

Loco de amor
rondando en el pináculo de tus ojos
obturada mi conciencia 
vago como un poseso.